La historia del Huerto del francés, narra una serie de asesinatos realizados por Juan Andrés Aldije Monmejá, apodado por los lugareños como el «francés», a principios del siglo XX.

Los hechos tuvieron lugar en la localidad sevillana de Peñaflor, ubicada a unos 80 kms de Sevilla y a 50 kms de Córdoba. Desde la antigüedad esta localidad ha tenido entre 3500 y 4000 habitantes. Su sistema de subsistencia es todo tipo de cultivos y crías de animales. El río Guadalquivir riega sus tierras.

El huerto del Francés estaba en una casa rural , con varias cuadras, corrales y un huerto de unas dos fanegas de tierra aproximadamente, situado en el extra-radio de Peñaflor. Entre los años 1898 y 1904, el Francés y su compinche asesinaron en dicha finca a 6 personas, cuyos cadáveres enterraron en el huerto de la vivienda.
Según los datos recopilados por varias fuentes, la historia quedaría así…

 El herrero abandona lo que está haciendo para recoger el envío. Es de Posadas y lo manda Francisca Márquez, la mujer de su primo. Se trata de un mensaje de auxilio. «Miguel desapareció hace dos días. Nadie sabe de él. Ven». Cuando llega a la casa de su prima, ésta le pone en antecedentes: Miguel Rejano se marchó a Sevilla con todo el dinero que tenía en casa: casi 28.000 reales que el propio Juan Mohedano le envió, producto de una venta de trigo. Según le dijo a Francisca, pensaba estar de vuelta por el mismo fin de semana.

La mujer se teme lo peor. Juan Mohedano decide abordar el asunto con calma. No quiere precipitarse en avisar a la policía, no vaya a ser que su primo esté en un enredo del que no interese dar cuenta. Así que marcha a Sevilla, donde un buen amigo le pone en contacto con un ex policía que sigue haciendo investigaciones por su cuenta: Laureano Rodríguez, que se muestra de acuerdo en colaborar para el esclarecimiento de la extraña desaparición de Miguel.

En la Fonda del Betis le dicen que José Muñoz Lopera, de Peñaflor, pasó a buscar a Miguel la primera jornada que éste pasó allí. La segunda noche salió con otro hombre, un tal Borrego, después de haber pagado la cuenta.

Cuando Mohedano visita a José Muñoz, éste le recibe con cortesía y le explica que lo que trató con su primo fue la compra de una ruleta. Le cuenta también que habían estado toda la noche discutiendo el precio, y que al día siguiente recibió una carta de Rejano con una última oferta, que seguía siendo muy baja. A Mohedano, el herrero detective, todo le parece muy extraño. Hasta la carta de su primo le parece falsa.

De vuelta en Sevilla, se entrevista con el ex policía Rodríguez, quien le cuenta que ha localizado al joven que estuvo con su primo la última noche en que se le vio. Se trata de José Borrego, «gancho» de juego, que había trabajado con Rejano cuando éste iba por las ferias dándole a la baraja. Según su relato, aquella noche estuvieron juntos en el café Novedades, local de aficionados al flamenco.

Rejano estaba allí con Pepe Moya, el Peana, uno que andaba siempre alrededor de las chirlatas, y con otros dos desconocidos, que daban la impresión de manejar dinero. Borrego le pidió que le dejara entrar en lo que estuviera preparando, y Rejano le dijo que se trataba de una misteriosa partida, pero que hablarían al día siguiente. Por eso fue a buscarle. Al final no pudo entrar en el juego porque estaba completo.

En el café más importante de Peñaflor, el de los Ecijanos, el herrero detective encontró a un camarero que le confirmó que José Muñoz se dedicaba a organizar partidas clandestinas. Y que cuando las organizaba en Peñaflor las hacía en el Huerto del Francés, que está retirado del pueblo. El dueño y Muñoz eran muy amigos.
Mohedano decide poner el asunto en manos del gobernador civil, pero las investigaciones oficiales son muy lentas. Se llega a noviembre sin que se sepa nada nuevo. Entonces el ex policía Rodríguez publica una carta en El Liberal de Sevilla en la que cuenta la misteriosa desaparición de Rejano. El periódico adorna con tintes novelescos el drama. La expectación aumenta con una segunda carta, en la que el ex policía da cuenta de nuevos datos.

A consecuencia de esto el juez de Lora interroga a José Muñoz Lopera y ordena a la Guardia Civil que tome declaración a Juan Andrés Aldije Monmejá, de 54 años y natural de Agen (Francia). Aldije, alias el Francés, se presenta ante el cabo Aldaya, de Peñaflor, el 9 de diciembre. Tanto Aldije como Muñoz quedan en libertad tras prestar declaración.

La resolución del caso no avanzaba. Quizá hubiera quedado paralizado si no se hubiera producido un imprevisto: la angustiada Francisca Márquez recibe dos anónimos en los que se le ofrece información sobre su esposo a cambio de cincuenta duros. Como no hace caso, de madrugada una misteriosa mano golpea en la ventana de su dormitorio: «Que busquen a tu marido en Peñaflor», le dice una voz desconocida. Francisca deposita entonces en el lugar un sobre y promete dinero a quien le procure más datos. La respuesta de la voz desconocida no se hace esperar: «Tu marido está enterrado en el huerto». La justicia vuelve a por Aldije, pero éste ya ha huido.

El huerto de el Francés era de regular tamaño. Ocupaba una extensión de dos fanegas y estaba cerrado por tapias altas de ladrillo. Tenía naranjos, limoneros, granados y olivos. También había jazmines y rosales. Y una extraña casa que, curiosamente, no tenía aberturas en la parte que daba al campo. Sin embargo, en la fachada posterior se abrían catorce ventanas y una puerta, que daba a la cocina.

Mohedano, acompañado del cabo de la Guardia Civil y de un amigo, realizó un minucioso sondeo con unas varillas de hierro que había traído de su taller. Las recientes lluvias, que habían reblandecido la tierra, facilitaron la tarea. Mohedano hundía las varillas en la tierra; posteriormente las extraía y las olía.

Se pasaron todo el 14 de diciembre realizando tal tarea. Al caer la tarde, fatigados y decepcionados, acordaron proseguir al día siguiente. Pero al pasar por las conejeras Mohedano tuvo una corazonada: le pidió a su amigo que calara allí, al pie de unos granados. Al extraer la barra salió un hedor inconfundible. Inmediatamente cogieron los azadones y se pusieron a cavar. Ya en la noche dieron con una calavera: presentaba una gran fractura en el temporal derecho, y estaba tan descarnada que se vio enseguida que no podía pertenecer a Rejano. Tomaron entonces conciencia de que aquello era un cementerio clandestino.

En los días siguientes aparecieron otros cinco cadáveres. El cuarto, que estaba junto a unos naranjos, era el de Miguel Rejano; los demás pertenecían a José López Almela, Benito Mariano Burgos, Enrique Fernández Cantalapiedra, Federico Llamas y Félix Bonilla.

El juez dictó auto de prisión contra José Muñoz Lopera y su hermano, Manuel, al que más tarde encontraría inocente y dejaría en libertad. Asimismo, ordenó la busca y captura de Juan Andrés Aldije y prisión tanto para su hijo mayor: Víctor Aldije, como para su segunda mujer, Eloísa Meléndez (posteriormente se supo ambos eran inocentes).
El Francés había huido de Peñaflor a pie, hasta la cercana Palma del Río; desde allí tomó el tren para Tocina-Emplame. Tenía pensado llegar a Badajoz, poner rumbo a Portugal y, finalmente, a Brasil. No obstante, cuando supo que su esposa y su hijo habían sido apresados regresó a Peñaflor y se entregó.

Todo sucedía siempre igual: José Muñoz Lopera captaba a las víctimas entre los amantes de la ruleta y las cartas, con el cuento de que iban a desplumar a el Francés, que pasaba por un rico apasionado por el juego. Una vez en el huerto, aprovechando la noche y el carácter clandestino de las partidas, y mientras iban en fila por el estrecho sendero que llevaba a la casa, Aldije –que siempre se situaba detrás del convidado– empuñaba una barra de hierro –a la que llamaba «el muñeco»– y, al llegar a un punto convenido, gritaba: «Pepe, cuidado con la cañería». Cuando la víctima se inclinaba, en un acto reflejo para mirar al suelo, le descargaba un fuerte golpe en la cabeza con «el muñeco» y le remataba con un martillo. No obstante, en el proceso Muñoz Lopera y Aldije se acusaron mutuamente de ser los autores materiales de las muertes.

Durante el proceso judicial Muñoz Lopera quiso dejarse morir de hambre, mientras Aldije aprovechó para rectificar su primera declaración y echar todas las culpas a su compinche. Ambos fueron condenados a seis penas de muerte, una por cada uno de los asesinatos.

Subieron el patíbulo a las siete de la mañana del 31 de octubre de 1906. El primero en hacerlo fue Muñoz Lopera. Ninguno de los dos verdugos que actuaron se mostraron hábiles en el manejo del garrote. Sentado en el banquillo, Lopera falleció entre horribles convulsiones. El segundo verdugo, también azorado e inexperto, falló con el tornillo hasta el punto de que el Francés, después del primer apretón, haciendo alarde de un especial cinismo, con el cuello abrazado por el corbatín de hierro, todavía tuvo humor para decirle: «¿No te dije que apretaras fuerte?».

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